Cuando éramos chicas, las vacaciones eran sinónimo de hacer una escapada al Museo de Ciencias Naturales de La Plata.
Era imposible no asombrarse con los fósiles enormes en vitrinas y otros colgando desde el techo. En el fondo, me esforzaba por imaginar cómo habría sido el mundo cuando esos gigantes vivían.
Luego, volver del museo, cargada de emociones, e ir directo a las herramientas de jardinería para excavar. Era otro de mis pasatiempos favoritos. Me entusiasmaba la idea de encontrar un dinosaurio en mi patio. Me pasaba tardes enteras removiendo la tierra con una pala chiquita, convencida de que algún hueso iba a aparecer.
Los años pasan y esos sentimientos siguen intactos. Todavía me emociono cuando me entero de algún nuevo hallazgo paleontológico en nuestro país. Me conmueve —y me enorgullece— que este suelo guarde cosas tan extraordinarias.